08/11/2017 Por Diagonales. FUENTE En nuestro país, hay tantas policías como provincias y luego existen las fuerzas de seguridad de carácter federal. Lo mismo sucede con el poder judicial y con el sistema penitenciario.
Para el pensamiento político moderno, la protección de la vida, la libertad y el patrimonio de los ciudadanos es la razón fundamental de la existencia del Estado. Con esa finalidad, el Estado dispone de los medios para ejercer el monopolio de la violencia física. Esta idea constituye un fundamento central de las instituciones políticas, y se haya consagrada en las leyes. Además, es invocada como principio legítimo para juzgar los comportamientos de políticos, jueces, policías, etc., y sirve también para dar fundamento a los reclamos de justicia y seguridad que se dirigen hacia el Estado.
Desde que existe una autoridad política, hay instituciones encargadas de mantener el orden público y preservar la seguridad de los ciudadanos. En nuestro país, hay tantas policías como provincias y luego existen las fuerzas de seguridad de carácter federal. Lo mismo sucede con el poder judicial y con el sistema penitenciario. De allí que la protección de los ciudadanos y el gobierno de la seguridad estén diseminados en una pluralidad de agencias: federales, provinciales, más recientemente municipales: judiciales, policiales y penitenciarias, pero también administrativas y políticas. Pero se ha señalado que estas mismas instituciones son parte del problema en lo que atañe a la seguridad.
¿Qué sucede cuando aquellos instrumentos de los que la sociedad dispone, al menos idealmente, para proteger a sus miembros se convierten ellos mismos en una amenaza para su seguridad? ¿Qué sucede cuando los encargados de hacer cumplir la ley operan sistemáticamente fuera de ella? Desde un punto de vista sociológico, estas cuestiones son comprensibles: las organizaciones desarrollan modos informales de funcionamiento; las personas no siempre cumplen las normas, y tratan de ocultar cuando no lo hacen; los poderosos son capaces de imponer sus puntos de vista como reglas, pero luego abstraerse de sus efectos. Desde un punto político, estas mismas cuestiones son cuanto menos controversiales, cuando no escandalosas e inaceptables. Se trata de una contradicción que no ha logrado resolverse en las últimas décadas, y hay quienes denuncian la corrupción de la policía y la justicia, pero al mismo tiempo proponen dotarlas de más poder. Esto convierte al gobierno de la seguridad en un foco de permanentes conflictos sociales y políticos.
En efecto, la seguridad es un problema central en la sociedad argentina. Además de afectar objetiva y subjetivamente a una parte importante de la ciudadanía, define la suerte de gobiernos y candidatos. Avanza en los medios de comunicación, y concentra crecientes porciones de los presupuestos familiares y gubernamentales. Incluso cada vez más académicos nos interesamos por estas cuestiones. Siendo algo más que un principio jurídico abstracto, tiene todas las complejidades de los fenómenos socioculturales de nuestro tiempo. Quizás por eso no existan soluciones mágicas para este problema. Primero, porque no hay consensos mínimos sobre su naturaleza, sus causas y su alcance (cuestión que, desde un punto de vista democrático, debe ser visto como un saludable antídoto frente al avance de las soluciones autoritarias). Segundo, porque toda solución a los problemas de seguridad engendra nuevas dificultades, pudiendo afectar incluso las formas básicas de nuestra existencia e incluso aquellas cosas, simples y mundanas, que más valoramos en nuestras vidas.